jueves, 28 de septiembre de 2006

Adiós

Voy a apagar el ordenador, levantarme del sillón y cargar la mochila. Después recorreré el pasillo y bajaré la escalera. Llegado a la calle me dirigiré al Norte con paso calmo, sosegado, en busca del frío, la lluvia y las brumas de la desmemoria. De camino, compraré tabaco, una pipa de brezo y cerillas. Pensaré en detenerme cuando apriete el hambre y comeré donde el sol me alcance. Evitar asfalto, ciudades y personas será mi ruta. Respiraré la tierra de los campos y me inundaré de atardeceres. Las palabras que no cruce serán mi pasaporte.

martes, 26 de septiembre de 2006

Once upon a time

Los viernes por la tarde eran EL PRELUDIO -la tierra prometida alcanzada cada siete días- y sentarse a merendar, intentando que las migas de pan no cayeran sobre "Las Indias Negras", "La Isla Misteriosa" o "Las Fundaciones" de Asimov, el mejor deporte con que empezar el fin de semana.

Un poco más tarde me dirigía a la biblioteca municipal para sumergirme en la trastienda y revolcarme en las historias que abarrotaban hasta el techo las combadas estanterías. Allí buscaba a ciegas durante un largo y placentero rato -leyendo párrafos, biografías y sinopsis- para después acudir hasta la mesa de Paco Ródenas y que este me comentara algo sobre los autores elegidos, las historias que relataban, o el estado en que se encontraban las investigaciones históricas que compaginaba con su trabajo como bibliotecario -por las tardes- y encargado del archivo municipal -por las mañanas-.

Con brillo de nuevo o con cuarenta años sobre el lomo y la pátina del polvoriento olvido, cada libro tenía una fichita en la parte interior de la encuadernación y en ella venían las fechas de préstamo y las firmas de los usuarios por cuyas manos habían pasado -deliciosas e inocentes indiscreciones-; lo que permitía seguir las lecturas de conocidos, familiares y admiradas bellezas juveniles.

Entre las donaciones privadas destacaban unos curiosos manuales sobre masonería y -de una antigüa y desaparecida emisora de radio local- una extensa colección de singles de los años 60. Ambos -cada uno en su medida y sentido- supusieron descubrimientos de peso para mi tierno caletre, ya que "The Shadows" y los masones me mostraron caminos de mayor amplitud -y más largo recorrido- que los transitados hasta aquel momento por mi incipiente y hoy ya lejana adolescencia.

Ya de noche y hasta la madrugada, me hincaba -en imperfecto indicativo- ante el televisor para deglutir un programa fantástico: "La Clave". Aún recuerdo la impresión que me produjo Charlton Heston (con el caballo y la bella) al descubrir -con pasmo- el brazo de "la estatua" sobre la arena de la playa (ver "El Planeta de los Simios"). Memorables las posteriores tertulias de Balbín, su humeante pipa y los siempre interesantes invitados.

Nunca las mañanas de los sábados fueron tan soleadas, brillantes y prometedoras.

lunes, 25 de septiembre de 2006

Domingo por la tarde

El domingo estaba hojeando el periódico y cuando me encontré con la programación televisiva del día no podía dar crédito a mis ojos: en la primera cadena, a eso de las 16:00 horas, habían programado "El puente sobre el río Kwai".

Algo dentro de mí dio un vuelco: ¡una película de los años 50 en horario de máxima audiencia! Un clásico del cine bélico en lugar de la habitual morralla con que nos castigan las televisiones "gratuitas"...

Alguien se habrá equivocado -pensé. Esas películas no se emiten más que de forma sorpresiva y como muy temprano a las 2:00 de la madrugada. El resto del tiempo es para concursos estúpidos y refritos de desechos morales revestidos en desechos humanos; silicona, gritos cruzados, zafiedad en directo o diferido.

La primera imagen que guardo de la tele en colores es Steve McQueen huyendo en moto por la verde campiña.

jueves, 21 de septiembre de 2006

Las casas de hojalata

El otro lado de la carretera era un inmenso descampado en las afueras del pueblo. En él, los niños del barrio solíamos hacer la cabra, tirarnos piedras, pegar patadas al balón y dirimir disputas con la sóla premisa de evitar -en lo posible- infantiles derramamientos de sangre.

Esta considerable extensión llana nos separaba de la sierra, divisándose al fondo las pequeñas montañas reales y, a su alrededor, las otras artificialmente creadas por la prolongada deposición de las miles de toneladas de tierras estériles que trajo como consecuencia la explotación minera.

Nada más empezar el mes de junio, comenzaba la recolección de cualquier material candidato a arder con facilidad en la hoguera de San Juan, y en los días previos todo era una orgía de pequeños y grandes petardos, de tracas de peseta, de dos pelas o de duro...

Todo dura lo que tiene que durar y nuestro parque temático particular no fue una excepción. En "el sitio de mi recreo" -Antonio Vega dixit- instalaron medio centenar de casas metálicas prefabricadas en que alojar a otras tantas familias. El compromiso de la oligarquía muncipal consistió en explicar al barrio que dicha ubicación sería una solución temporal, mientras no ejecutaban la construcción de las viviendas sociales en las que esperaban dar cabida a estos hoy conocidos como titulares de una etnia, y a los que entonces se conocía como gitanos.

La solución temporal se extendió durante, al menos, dos lustros más del inicialmente propuesto. Tiempo más que suficiente para llegar a conocer a gentes como "La Pelusa", "Paco el mocos" o "El Puto".

martes, 19 de septiembre de 2006

Buscadores

Era un treintañero con nariz de sioux, más caspa que pelo y un evidente sobrepeso. Cuando le conocí calzaba una invernal gorra de paño con cuya visera intentaba hacer sombra a unos ojos oscuros y extrañamente brillantes. Usaba un nombre compuesto reconvertido en diminutivo y hacía preguntas que denotaban cierto familiar "roce" con los temas tratados en la reunión (filosofía, mística y religión). Me causó una buena impresión, ya que las dudas que exponía eran en gran medida las mismas que las mías. Pasado el tiempo coincidimos en otros foros relacionados con las mismas materias y los dos seguíamos igual: dando palos de ciego, buscando donde pensábamos que podríamos encontrar, sobreviviendo en un océano de dudas y con la vista más puesta en lo inefable que en lo cotidiano.

Ayer, por la Gran Vía, lo vi llegar -corriendo- desde bastante lejos. Iba sudoroso por el esfuerzo, había bajado de talla y la excasez capilar había sido superada por un práctico rapado craneal. Esperé sin prisa que llegara hasta mi altura para hacer unos intercambios de pareceres insustanciales, y cuando esto me disponía a hacer -él no me vió-, contemplé como se dirigía verbalmente -sin parar su carrera- a un par de jóvenes y encamisados mormones diciendo a mediano volumen: "me cago en vuestro Dios.... Hijos de Puta"

lunes, 18 de septiembre de 2006

De mi abuela hasta los andares...

... Un día llegó un tipo moreno, nerviosillo y con cierta incontinencia verbal:

-¿Compráis oro?
-Sí
-¿A cómo lo pagáis?
-Por peso
-¿Qué me das por esto?

Pone sobre el mostrador una pieza dorada. La tomo, paso a la trastienda, hago la obligatoria prueba con productos químicos para verificar la autenticidad... Resulta ser oro, no hay duda. Sigue el correspondiente peso en la báscula de precisión... La giro lentamente tratando de descubrir su procedencia o posible utilidad...

-Parece una mariposa abstracta o más concretamente un yo que sé de tres piezas...

Finalmente... vencido, salgo nuevamente a la tienda, miro al vendedor con cara de experto tasador y retomamos el diálogo:

-Pero vamos a ver... ¿Se puede saber qué es esto?

El tío me mira y con cara de inocencia responde:

-El "puente" de mi abuela.
-¿El puente, el puente... Cómo que el puente?

De repente se hace la luz y pregunto:

-¿Estos son los dientes de tu abuela?
-Sí. Es que como a ella ya no la hacen falta.

jueves, 14 de septiembre de 2006

Espacio comunitario

Me voy porque no quiero estar más aquí, porque me aburren el mundo y las personas, porque no entiendo ni quiero ya comprender. Me voy en busca de mis sueños… para no volver.

miércoles, 13 de septiembre de 2006

Vecinos (bis)

En el piso de arriba vivía una pareja, ya mayor, que pronto perdió tal título al abandonar Mariano -tras larga enfermedad- a la contraparte. Nunca me quedó claro si acabó con él la silicosis, o sus continuos homenajes a los caldos propios de la tierra; pero, sea como fuere, el caso es que le sobrevivieron “La Lola”, su exigua pensión y un simpático hijo paracaidista llamado Pepe.

Una vez las cuitas fueron digeridas, “La Lola” contrajo segundas nupcias con Teodoro, un panadero de piernas arqueadas -medio ciego y con un humor de mil demonios- que sustituyó con igual prontitud a las cuitas de Dolores, que al resto de huecos que dejó Mariano.

Llevaba, esta, unas gafas con cristales oscuros, gruesos y circundados por una armadura plástica color miel. Ligeras y nebulosas dudas me impiden recordar si era portadora de una dentadura prominente o quizá simple usuaria de una sonrisa que no le cabía en la boca... No sé... pero lo que sí recuerdo es que era raro el día en que al volver del videoclub no pasase por casa a decirme:

-Pepe, ¿qué pone aquí?, que esta vista mía cada día va a peor.

(Al tiempo que esto decía, me mostraba una película elegida en base a los colorines que llevara la caratula, porque “La Lola” veía poco, pero lo que veía le servía a medias; ya que no sabía leer. Sus películas preferidas eran las que llevaban mucho color verde -por gustarle la naturaleza, decía.)

Yo, iniciándome en la precoz crítica cinematográfica, intentaba leerle el título y, al tiempo, darle unas ligeras pinceladas sinópticas sobre el contenido de la obra en cuestión. Ella asentía y, renqueante, tomaba las escaleras que separaban nuestros distintos descansillos... expectante ante una nueva incursión en lo que alguien llamó alguna vez "el material con que están hechos los sueños".

Nuestra cinéfila relación comenzó su fin el día que alquiló una cinta pornográfica de portada no demasiado explícita, y al no estar yo en casa para ejercer de lazarillo, se encontró justamente con una película de su color favorito. A partir de entonces nos fuimos distanciando, ya que sus continuos requerimientos para que la acompañara al videoclub y no volver a caer en equívocos de semejante pelaje, fueron excesivos para mi recién estrenada adolescencia.

lunes, 11 de septiembre de 2006

El tiempo

Estaba en la cama sobrellevando las primeras luces de la mañana, medio pensando en lo que sería de mí en el nuevo día, cuando se presentó sin avisar. Al rato, y sin saber cómo, vinimos a convenir que el tiempo no es sino una burda construcción mental utilizada para dotar de cadencia a vidas en las que sin el sentido de la pérdida permanentemente presente no quedaría nada salvo el vacío, la nada existencial y el miedo desesperado a lo desconocido.

jueves, 7 de septiembre de 2006

La búsqueda de la fecilidad...

Hace tiempo que no creo en la fecilidad como un estado perpétuo posible de alcanzar. Llegar a esta aceptación -o renuncia, llámese como se quiera- facilita otra forma de entender la vida, al abrir las puertas, en cierta forma, al "vivir el momento" que ya publicitaban antigüos y desocupados pensadores.

Existía por el simple empeño de hacer real esa búsqueda... Apresarla, dilatarla en el tiempo... Y tan ocupado me tenía el eterno rodar, que la angustia acababa por limar los buenos momentos transmutando lo deseado en lo -quizá- merecido. Ahora, sabiendo lo que sé... sigo igual.

Las válvulas calentitas, overdrives trabajando a buen ritmo, una Sg rugiente y los dedos crispados en un agresivo ataque de púa, interpretado a la perfección por el Bassman 59 que hay frente a mí, es lo más parecido a la fecilidad que he vivido en algunas semanas.

martes, 5 de septiembre de 2006

Y los sueños, sueños son...

He notado un suave chisporroteo y, al tiempo, dejo de oír esa torturante respiración ajena. Me siento ligero, sin dolores… nuevo… Mi vista se aclara y veo alejarse la cama lentamente. De espaldas al techo -con una estúpida sonrisa- noto como voy dejando atrás pensamientos y llegan otros nuevos. La nueva y misma vieja oportunidad de siempre…

Algo ha pasado a mi lado y he sentido un escalofrío. Lo primero que he pensado ha sido en crear un círculo mágico que me proteja. Al terminar, repito tres veces un mantra. Tras hacer esto me tranquilizo y miro alrededor (supongo que estoy mirando alrededor, pero quizá esté quieto en este inmensa oscuridad). No veo nada, pero siento que estoy en un sitio sin fin.

Me embarga una paz inconmensurable y levito en tan absoluta tranquilidad que -sintiendo la eternidad- no aspiro a más que a no cambiar de estado. Veo y comprendo todas y cada una de las acciones pasadas y presentes… y todo está bien y todo está mal. Todo tiene la más mínima importancia y lo que me hizo llorar y reír es nada…

Una tenue claridad comienza a abrirse paso y puedo ver mi cuerpo. La tela me cubre el rostro casi por completo, dejando entrever una cara marcada por las circunstancias; y estas no son buenas… o quizá sí. No sé.

De cualquier forma: poca relación con la foto. En ella, yo tengo nueve años y mi hermano, cuatro; los dos vestimos el uniforme del colegio y nuestros ojos ya muestran claramente lo que será de nuestras vidas.

Nada que ver con el macilento e hinchado rostro que tengo ante mí. Los algodones de la nariz están grisáceos y empapados por los huidizos fluidos. Un descuido del orondo empleado ha provocado que los labios queden entreabiertos, tan sólo unidos por un hilo viscoso casi transparente que hace aún más triste la triste imagen de un cuerpo sin vida.

Siento que es hora de volver, de perder el vacío…

Un leve murmullo de intensidad ascendente despierta mis percepciones... Un brusco zarandeo... Una luz que ciega mis ojos... Lo que hace un instante me había parecido un parpadeo, ahora lo siento como una eternidad y aunque elegí volver ya estoy empezando a arrepentirme. El vacío empieza a desaparecer y el dolor por lo perdido hace brotar un llanto acogido con horror por las gentes que de repente han aparecido a mi alrededor...

lunes, 4 de septiembre de 2006

Vida de uno (bis)

De repente, un día, entre fintas y mandobles, advertí que conocía al dedillo las atrocidades de todos los pasos crísticos colgados en las paredes. Poco a poco me habían ido calando las imágenes sangrantes, los crueles romanos, las maquinaciones judías y las mil y una historias de traición y muerte que contaba don José el cura desde el púlpito.

Ahora veo claro que nunca tuve una vocación real, pero aquel silencio que lo llenaba todo, aquella paz triste y comprensiva, el sol salvaje que entraba por los ventanales de la cúpula del altar mayor…

El caso es que cuando varios hijos de la cuadrilla anti polvo decidieron su ingreso en el seminario, algo dentro de mí pensó que también le daría una oportunidad a aquel tipo derrengado a golpes que pudiéndolo todo, todo lo permitía.

Poco tiempo después ya era monaguillo y vestía con orgullo el pequeño hábito blanco que guardaba tras cada eucaristía en un armarito de la iglesia. El hábito lo había heredado de mi madre después de que finalizara la promesa que, ésta, en un día de arrebato místico cursó a un santo de su devoción -al tiempo que comprometía los ancestrales deseos de anonimato a que un enfermizo sentido del ridículo siempre me han empujado-.

Durante un tiempo esa fue su única vestimenta externa. La pregunta típica era: ¿pero tu madre es monja? y la mía a mi madre: ¿hasta cuándo, hasta cuándo, hasta cuándo..?

No sé si fue premiada con algo, un simple gesto de agredecimiento al altísimo, o un cruce de cables; pero el caso es que la promesa llegó a su fin y, haciendo honor a nuestra extracción social, no pasó mucho tiempo hasta que se llevó la túnica a una habilidosa convecina para que la ajustara a mis medidas y cumplir de esta forma con los cánones de dar practicidad hasta lo más nimio, como suele ser común en la humilde clase obrera.

Ser monaguillo conllevaba tan sólo bondades: regalos por Navidad, propinas en las bodas y bautizos, comer los formas rotas sin consagrar… y hasta dar algún trago del vino de misa para que entrara aquel engrudo que se pegaba al cielo del paladar y que si te pillaba mal podía llegar a producir arcadas; cosa que siempre me asusto confesar por parecerme un desprecio al simbolismo cristiano.

Parte de nuestro trabajo consistía en ayudar a vestirse al cura para la celebración de la misa y en sentarnos en unos banquitos que había a los lados del altar para ir acercando "la herramienta" al titular de la parroquia -o a aquel otro sustituto al que las beatas conocían como "El pájaro espino", por su novedoso no uso de la asexuada sotana, sorprendente trato desenfadado y relación cuasi amistosa con los jóvenes y jóvenas del pueblo-.

Básicamente, y como había empezado a decir, una de las labores del monaguillo consistía en llevar las vinajeras hasta el altar y recogerlas. Las vinajeras eran dos jarritas de cristal, depositadas sobre una bandeja del mismo material, que contenían vino y agua. El primero, por aquello de la sangre de Cristo y la segunda, para rebajar al primero y que el desarrollo de la eucaristía –intuyo- fuera lo más normalizado posible.

La experiencia más oscura fue la de auxiliar al cura en un funeral. Una y no más…

viernes, 1 de septiembre de 2006

Vida de uno

Aún en el hospital, se pide a un auxiliar algo para guardar la ropa y al rato una persona de cara aburrida trae una bolsa de basura. Perfecta metáfora y continente para unas prendas tristes y sin esperanza. A fin de cuentas es ropa de vestirse por no ir desnudo, zapatos de no andar… Un vestuario de espera que no merece mejor final que este.

La limpieza de la habitación se resume en un veloz paño por encima de casi nada y una posterior huida despavorida sin fijar los ojos en nadie. Manchas ocres -que parecen sangre vieja- en las paredes pintadas de un blanco sucio rayado y superado por los años completan el decorado.

Lo último que conseguí mover fueron los ojos. Después, acompañado por una respiración sin vida que parecía de otro, comprendí que sólo me quedaba recordar, pensar con calma en mis años de seminario…

Todo comenzó cuando un grupo de beatas aceptó hacerse cargo de la limpieza del templo parroquial. Mi madre formaba parte de la brigada anti polvo y eso nos permitía corretear por todos los recovecos de la iglesia a nuestras anchas -en pocos días habíamos dejando en mantillas al gran Guillermo Brown.

Recuerdo con especial regocijo aquella temporada de luchas a espada en que por fin pudimos desplegar todas las enseñanzas obtenidas de las continuas lecturas de “El Jabato” y de “El Corsario de Hierro”. Eso sí, a falta de aceros toledanos de los que servirnos, optamos por echar mano- inadvertidamente- a un par de fémures huérfanos y desamparados.

El “armamento” utilizado databa de los años en que una riada había arrasado el cementerio municipal -ubicado en la rambla que bajaba toda el agua de los montes y escombreras mineras- quedando, de resueltas de aquello, montoneras de huesos desparejados.

Al no saber qué hacer con ellos, los poderes fácticos decidieron que sería responsabilidad de la iglesia su custodia hasta encontrar nuevo acomodo. Intuyo que el cura, ante la duda de si eran huesos sagrados –enterrados en tierra bendecida- o de aquellos otros de la parte más agreste en la que se enterraba a los suicidas, los pasó de forma temporal a un saco de arpillera y, posteriormente olvidados, alguien acabó arrumbándolos en el rincón oscuro -entre la sacristía, el baño y la escalera que daba al piso superior de la parte menos santa del edificio. Lugar de reunión, entre otras, de la asociación de alcohólicos anónimos- del que los cogíamos nosotros para emular a nuestros héroes de los tebeos (en España todavía no había comics).

Continuará…