lunes, 14 de febrero de 2011

Champú de caballo

No sé de dónde sacó la idea, pero el caso es que se emperró en que -ella- necesitaba champú de caballo: volumen, tono... brillo...

- Pues no sé, lo mismo Pepe (veterinario) sabe "ande" comprarlo.

- Ah, pues pregúntale.

En resumen, como es mujer, luego cambió de opinión y uno, como procede de la modesta clase obrera, y no nos gusta tirar nada aprovechable... pues nada, que ya llevo un año utilizando champú de caballo.

Los caballos son grandes y tienen mucho pelo, por lo que el bote es grande, no nos engañemos.

Yo soy más pequeño que un caballo, evidentemente, y tengo también bastante menos pelo; por lo que calculo que al ritmo que lo uso puede que tenga champú hasta 2022.

Se dirá, pues bueno, así no tiene que comprar.

Y sí, respondo  yo, pero es que noto que cada vez me encabrito con más facilidad y  se me levanta el labio superior en cuanto oigo tacones.

lunes, 7 de febrero de 2011

Y aunque no quise el regreso...

El domingo fui el pueblo. Brillaba un sol de los que llegan hasta dentro y cuando pasé por la calle que sube hacia la iglesia me recordé sentado en  un banco, leyendo "La Mortaja" de Delibes, mientras esperaba que A saliera de misa de doce.

Apenas nos conocíamos. Miró el libro y se rió del título. Servidor, por respeto, no hizo lo mismo de sus medias de colores. No sé... serían azules, amarillas, naranjas o rojas... Tenía de varios colores, todas igualmente "discretas", pero, claro, no era yo la persona más adecuada para discutir de estilismo. Creo recordar que serían finales de los 80's y que mi cabeza asemejaba una suerte de selvática anarquía capilar coronada por una gorra de cuero. Ahora que lo pienso, probablemente todavía no había jubilado la gabardina blanca. ¡¡¡Dios, cuánta distinción junta!!!

No recuerdo nada especial, salvo la lectora espera y su sonrisa de dientes en forma de libro abierto. Supongo que daríamos una vuelta por la calle Mayor, quizá un Martini, una cerveza... y un paseo por la calle Real para acompañarla  a casa.

Cuando años después todo terminó, me contó que había imaginado cómo envejeceríamos, la forma en que recurriríamos a las gafas para poder superar los años, cómo serían mis primeras canas... Viviríamos y nos apagaríamos juntos.

Pues eso... "apagarse", "mortaja"... El 1 de diciembre murió mi padre. Cuando llegué aún estaba caliente. Parecía dormido. La mano sobre la boca, como si no hubiera querido que más tristeza se le escapara de dentro. Se fue como vivió, sin bronca, minimalista en sentimientos y metas.

Se acostó por la noche temprano, mi madre lo escuchó roncar un poco más de lo normal y al ir a despertarlo por la mañana sólo quedaba el cuerpo. Realmente no sé si alguna vez hubo algo más, pero en eso quedó: una envoltura con 78 años de existencia cuyo motor en los últimos tiempos había dado claros signos de agotamiento.

En la primavera estuvo un mes hospitalizado y nos vimos un par de horas casi a diario. Hablaba de los personajes de las novelas de la tarde como si se tratara de la vida real y, a ratos,  perdía la noción de la "realidad". Recuerdo la noche que pasé con él como una de las peores experiencias vividas. Supongo que con el tiempo me reiré de que insistiera (una y otra vez) en levantarse a las cuatro de la mañana para ir al fútbol.

Los vecinos me miraron con expectación al llegar a casa. Por teléfono mi madre no me había aclarado si habían certificado la defunción.

¿Pero qué... Está muerto?

Sí.

Serían las diez de la mañana cuando entré en la habitación y allí estaba, arropado, dormido, tranquilo. Toqué su cabeza y la calidez que transmitía me hizo pensar en una posible equivocación. Apoyé la mano sobre su hombro y el sollozo y las cuatro lágrimas que brotaron dieron respuesta a la pregunta que rondó mi cabeza desde que me conozco. Sí, supongo que lo quería. Aunque nunca me abrazó, besó, animó o preguntó cómo estaba o qué sentía. Yo, tampoco, claro.

Se encargó de mi manutención hasta que me fui de casa, y aún después siempre me sostuvo económicamente, pagando estudios, piso de estudiante, servicio militar, asignación semanal para mis trapicheos...

Nunca tuvo un gran sentido del humor. De hecho, la única vez que recuerdo que me hiciera reír fue sin querer.

Fin de semana, llego a casa y veo un montón de chorizos, morcillas, longaniza... colgados de un cordelillo, de parte a parte de la cocina. Por entablar algo de conversación, pregunto:

- ¿Y eso, tanto embutido? ¿Lo  has comprado por peso?

Respuesta

- No, lo he comprado por gusto.

(Aquí entraría fácilmente un pequeño redoble de caja, con platillo -y bombo, claro- final.)


Su piso es pequeño y por la escalera no puede subir el ataud. Así que, una vez dentro del sudario, hay que echar una mano a los empleados de la funeraria (uno de ellos, semimanco) para poder bajar el cuerpo. Al acabar la escalera allí está la caja, en la entrada del edificio, abierta, mortuoria.

La gente que pasa, pregunta.