lunes, 4 de septiembre de 2006

Vida de uno (bis)

De repente, un día, entre fintas y mandobles, advertí que conocía al dedillo las atrocidades de todos los pasos crísticos colgados en las paredes. Poco a poco me habían ido calando las imágenes sangrantes, los crueles romanos, las maquinaciones judías y las mil y una historias de traición y muerte que contaba don José el cura desde el púlpito.

Ahora veo claro que nunca tuve una vocación real, pero aquel silencio que lo llenaba todo, aquella paz triste y comprensiva, el sol salvaje que entraba por los ventanales de la cúpula del altar mayor…

El caso es que cuando varios hijos de la cuadrilla anti polvo decidieron su ingreso en el seminario, algo dentro de mí pensó que también le daría una oportunidad a aquel tipo derrengado a golpes que pudiéndolo todo, todo lo permitía.

Poco tiempo después ya era monaguillo y vestía con orgullo el pequeño hábito blanco que guardaba tras cada eucaristía en un armarito de la iglesia. El hábito lo había heredado de mi madre después de que finalizara la promesa que, ésta, en un día de arrebato místico cursó a un santo de su devoción -al tiempo que comprometía los ancestrales deseos de anonimato a que un enfermizo sentido del ridículo siempre me han empujado-.

Durante un tiempo esa fue su única vestimenta externa. La pregunta típica era: ¿pero tu madre es monja? y la mía a mi madre: ¿hasta cuándo, hasta cuándo, hasta cuándo..?

No sé si fue premiada con algo, un simple gesto de agredecimiento al altísimo, o un cruce de cables; pero el caso es que la promesa llegó a su fin y, haciendo honor a nuestra extracción social, no pasó mucho tiempo hasta que se llevó la túnica a una habilidosa convecina para que la ajustara a mis medidas y cumplir de esta forma con los cánones de dar practicidad hasta lo más nimio, como suele ser común en la humilde clase obrera.

Ser monaguillo conllevaba tan sólo bondades: regalos por Navidad, propinas en las bodas y bautizos, comer los formas rotas sin consagrar… y hasta dar algún trago del vino de misa para que entrara aquel engrudo que se pegaba al cielo del paladar y que si te pillaba mal podía llegar a producir arcadas; cosa que siempre me asusto confesar por parecerme un desprecio al simbolismo cristiano.

Parte de nuestro trabajo consistía en ayudar a vestirse al cura para la celebración de la misa y en sentarnos en unos banquitos que había a los lados del altar para ir acercando "la herramienta" al titular de la parroquia -o a aquel otro sustituto al que las beatas conocían como "El pájaro espino", por su novedoso no uso de la asexuada sotana, sorprendente trato desenfadado y relación cuasi amistosa con los jóvenes y jóvenas del pueblo-.

Básicamente, y como había empezado a decir, una de las labores del monaguillo consistía en llevar las vinajeras hasta el altar y recogerlas. Las vinajeras eran dos jarritas de cristal, depositadas sobre una bandeja del mismo material, que contenían vino y agua. El primero, por aquello de la sangre de Cristo y la segunda, para rebajar al primero y que el desarrollo de la eucaristía –intuyo- fuera lo más normalizado posible.

La experiencia más oscura fue la de auxiliar al cura en un funeral. Una y no más…

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