martes, 19 de septiembre de 2006

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Era un treintañero con nariz de sioux, más caspa que pelo y un evidente sobrepeso. Cuando le conocí calzaba una invernal gorra de paño con cuya visera intentaba hacer sombra a unos ojos oscuros y extrañamente brillantes. Usaba un nombre compuesto reconvertido en diminutivo y hacía preguntas que denotaban cierto familiar "roce" con los temas tratados en la reunión (filosofía, mística y religión). Me causó una buena impresión, ya que las dudas que exponía eran en gran medida las mismas que las mías. Pasado el tiempo coincidimos en otros foros relacionados con las mismas materias y los dos seguíamos igual: dando palos de ciego, buscando donde pensábamos que podríamos encontrar, sobreviviendo en un océano de dudas y con la vista más puesta en lo inefable que en lo cotidiano.

Ayer, por la Gran Vía, lo vi llegar -corriendo- desde bastante lejos. Iba sudoroso por el esfuerzo, había bajado de talla y la excasez capilar había sido superada por un práctico rapado craneal. Esperé sin prisa que llegara hasta mi altura para hacer unos intercambios de pareceres insustanciales, y cuando esto me disponía a hacer -él no me vió-, contemplé como se dirigía verbalmente -sin parar su carrera- a un par de jóvenes y encamisados mormones diciendo a mediano volumen: "me cago en vuestro Dios.... Hijos de Puta"

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