Ayer encontré mi imaginaria caja de los sueños rotos. Fué tan inesperado como un escalofrío que llegara del pasado. Canciones, fotos, papel de fumar, cartas manuscritas, mechero de "Los Enemigos", caramelos, un buda -sonriente, claro-, pulsera de cuero, caracola en la que se escucha un mar pequeño, reloj de bolsillo, entradas de conciertos...
Los fines de semana, al abrigo de miradas y aire, sentados en los escalones de la glorieta de "El Cuerno", bebíamos cerveza, comíamos patatas y fumábamos hasta que nos dolía el estómago de tanto reír. Ya entonces, la música marcaba gran parte de mi existencia. Los pelos de colores, imperdibles en las orejas, discos, casettes, cazadoras de cuero, pantalones ajustados, botas, cinturones, tracas y tupés, completaban el decorado tipo de aquellos años.
Una noche, en el inicio de la primavera del 87, y dejando un huevo frito a medio engullir, salí de casa farfullando que ya estaba cansado de tanta... y que me iba (de fondo, mientras cerraba la puerta, escuché a mi padre, admonitoriamente, decir: "ya volverás"). Agarré el saco de dormir y, andando con la prisa que sólo da un hartazgo de años y años en permanente e inadvertido equilibrio psicológico, en pocos minutos había llegado hasta el final del pueblo -o principio, según se mire. Llevaba mil pesetas en el bolsillo y aunque "la movida" de Madrid daba sus muy últimos estertores, hacia allí me dirigí.
El primer coche que paró me alejó unos 12 kilómetros de todos mis problemas. Luego, a andar, con ánimo y convencimiento. De vez en cuando mirar hacia atrás por si llega otro coche, un camión de largo recorrido... y seguir andando. Pasa el tiempo, la medianoche está cercana, las zancadas se van tornando en pasos y los pasos dejan camino a la zalamera cobardía revestida de prudencia. Sí, COBARDÍA mayúscula y vergonzante.
Dudo un instante y me quedo parado.
Cuando comencé a volver sobre mis pasos, decidí renunciar de forma consciente al futuro. Hasta ese punto del camino podía culpar a lo externo, al pasado y al puto entorno en el que me había tocado nacer; pero esa noche marqué el punto de inflexión necesario que me impediría tomar el control de mi destino.
Me dejé llevar, fui un tipo deleznable y en ello sigo. Ahora lo revisto de diletancia y escribo por no estar solo.
Los fines de semana, al abrigo de miradas y aire, sentados en los escalones de la glorieta de "El Cuerno", bebíamos cerveza, comíamos patatas y fumábamos hasta que nos dolía el estómago de tanto reír. Ya entonces, la música marcaba gran parte de mi existencia. Los pelos de colores, imperdibles en las orejas, discos, casettes, cazadoras de cuero, pantalones ajustados, botas, cinturones, tracas y tupés, completaban el decorado tipo de aquellos años.
Una noche, en el inicio de la primavera del 87, y dejando un huevo frito a medio engullir, salí de casa farfullando que ya estaba cansado de tanta... y que me iba (de fondo, mientras cerraba la puerta, escuché a mi padre, admonitoriamente, decir: "ya volverás"). Agarré el saco de dormir y, andando con la prisa que sólo da un hartazgo de años y años en permanente e inadvertido equilibrio psicológico, en pocos minutos había llegado hasta el final del pueblo -o principio, según se mire. Llevaba mil pesetas en el bolsillo y aunque "la movida" de Madrid daba sus muy últimos estertores, hacia allí me dirigí.
El primer coche que paró me alejó unos 12 kilómetros de todos mis problemas. Luego, a andar, con ánimo y convencimiento. De vez en cuando mirar hacia atrás por si llega otro coche, un camión de largo recorrido... y seguir andando. Pasa el tiempo, la medianoche está cercana, las zancadas se van tornando en pasos y los pasos dejan camino a la zalamera cobardía revestida de prudencia. Sí, COBARDÍA mayúscula y vergonzante.
Dudo un instante y me quedo parado.
Cuando comencé a volver sobre mis pasos, decidí renunciar de forma consciente al futuro. Hasta ese punto del camino podía culpar a lo externo, al pasado y al puto entorno en el que me había tocado nacer; pero esa noche marqué el punto de inflexión necesario que me impediría tomar el control de mi destino.
Me dejé llevar, fui un tipo deleznable y en ello sigo. Ahora lo revisto de diletancia y escribo por no estar solo.
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