Hará ya cerca de un mes que me quedé sin palabras. Supongo que las lecturas técnicas y el consiguiente trabajo para el que fue necesario tan estéril pasatiempo, me fueron desconectando de lo que realmente importa. Y aquí no soy nada ni nadie. No sé explicar lo que me rodea, no comprendo ni me comprendo. Las palabras se fueron porque no tenían qué contar. Mis palabras, mis amigas a las que no cambiaría por nada y que cada año eran más hermosas, precisas y certeras.
Antes que ellas, ya se fueron otras cosas. Cada vez queda menos de lo conseguido y cargo con más necedad e impotencia, con menos tiempo y más violencia. Reducido a la mínima expresión, enclaustrado y acorazado, he hecho de la espera mi única meta. Estúpido fin, vano, irresponsable e hiriente.
Esperar, siempre esperar... y dormir y esperar y dormir y esperar y gritar por no morir del todo y llorar para adentro y desde dentro. Siempre lágrimas, que me inundan los interiores, que me ahogan y aletargan. Saladas, amargas, corrosivas. Ya pararán. Mientras, espero y duermo y me levanto y como y duermo y espero.
Los mejores de mi vida fueron los años de estudiante. Leía hasta tarde, escuchaba la radio hasta el amanecer, tocaba la guitarra sentado sobre la cama y de madrugada sacaba la mecedora al balcón y fumaba mientras veía los coches pasar -no sabía cuánto de felicidad había allí condensada.
Claro que también estaban las cucarachas, y la suciedad de los desconocidos compañeros de piso... pero, a cambio, descubrí mundos que ahora he suplido por la televisión de cable e internet.
Me alimentaba de patatas fritas, queso, guisos en conserva, arroz, pasta, pan y poco más.
A la universidad iba poco. Me desilusioné en los primeros meses cuando vi que lo que quería aprender nadie me lo iba a enseñar y lo que me querían enseñar no me iba a llevar a ningún sitio al que deseara ir. Seis años estuve allí y con dos titulaciones salí. Nada importante, por otra parte. Una diplomatura y una licenciatura de esas por las que optan gentes que creen firmemente en ellas, o los que no dan para más.
Antes que ellas, ya se fueron otras cosas. Cada vez queda menos de lo conseguido y cargo con más necedad e impotencia, con menos tiempo y más violencia. Reducido a la mínima expresión, enclaustrado y acorazado, he hecho de la espera mi única meta. Estúpido fin, vano, irresponsable e hiriente.
Esperar, siempre esperar... y dormir y esperar y dormir y esperar y gritar por no morir del todo y llorar para adentro y desde dentro. Siempre lágrimas, que me inundan los interiores, que me ahogan y aletargan. Saladas, amargas, corrosivas. Ya pararán. Mientras, espero y duermo y me levanto y como y duermo y espero.
Los mejores de mi vida fueron los años de estudiante. Leía hasta tarde, escuchaba la radio hasta el amanecer, tocaba la guitarra sentado sobre la cama y de madrugada sacaba la mecedora al balcón y fumaba mientras veía los coches pasar -no sabía cuánto de felicidad había allí condensada.
Claro que también estaban las cucarachas, y la suciedad de los desconocidos compañeros de piso... pero, a cambio, descubrí mundos que ahora he suplido por la televisión de cable e internet.
Me alimentaba de patatas fritas, queso, guisos en conserva, arroz, pasta, pan y poco más.
A la universidad iba poco. Me desilusioné en los primeros meses cuando vi que lo que quería aprender nadie me lo iba a enseñar y lo que me querían enseñar no me iba a llevar a ningún sitio al que deseara ir. Seis años estuve allí y con dos titulaciones salí. Nada importante, por otra parte. Una diplomatura y una licenciatura de esas por las que optan gentes que creen firmemente en ellas, o los que no dan para más.
2 comentarios:
No deberias dejar de escribir... tus palabras me han encantado.
Un saludo.
Ooops¡
Gracias, compañera.
¡A tu salud!
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